viernes, 12 de febrero de 2010

Grupo salvaje

Los niños son la esperanza del mundo

José Martí

Teníamos once o doce años

y nos reuníamos por las tardes

a jugar en la calle.

Era casi el final del otoño,

cuando los días se acortan

drásticamente y el tiempo

empieza a mudar de piel.

Un perro de raza indefinida,

de color negro y manchas blancas,

y con unos ojos repletos de miedo,

llevaba tres o cuatro días

deambulando por el barrio.

Seguramente había sido abandonado

por sus dueños al irse de vacaciones.

Estaba completamente escuálido.

Lo llamamos y le ofrecimos un pedazo

de bocata de salchichón.

El animal miraba agradecido

mientras engullía la comida.

Le pusimos en el cuello

un trozo de cuerda que alguno

de nosotros había encontrado

tirado en la basura.

Nos fuimos al descampado

que había detrás de las casas,

donde jugábamos al fútbol.

Alguien le dio una patada fuerte,

luego otra y otra y otra y otra más, y muchas más.

El pobre animal no se quejaba.

Bueno, algún quejido, pero poca cosa.

Se notaba que estaba acostumbrado

a que la vida lo maltratase.

Entonces alguno de nosotros,

no importa quien, dijo:

Me cago en la hostia. Es duro el hijoputa.

Y alguien, no importa quien, sugirió

que sería una buena idea ahorcarlo.

Fuimos hasta una de las porterías

y pasamos la cuerda por el palo

que hacía las veces de travesaño.

Creíamos que el palo no resistiría,

que se rompería sin remedio

o que la cuerda se partiría.

Lo colgamos y esperamos allí,

de pie, en absoluto silencio,

con los ojos como platos,

como si aquello fuese la mejor

película de la historia del cine,

hasta que el perro dejó de respirar.

Luego volvimos a nuestras casas.

Hacía un poco de frío

y ya era casi de noche.

Al día siguiente teníamos

que ir a la escuela.

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