viernes, 24 de junio de 2011

El suicida

Decidió taponar la herida a lo grande, saltando desde la terraza de su piso, un décimo recién estrenado, decorado con un exquisito gusto y con hermosas vistas a Sierra Nevada. De la pared principal de su salón colgaba un cuadro que costaba setenta mil euros. Lo había comprado en la última edición de ARCO y lo había pintado el último descubrimiento de la crítica especializada neoyorquina, un pintor sudafricano de nombre imposible. En su cocina guardaba unas cuantas botellas de vino que costaban un ojo de la cara. Pero todo eso, ahora, carecía de importancia. Como aquel había sido un año de abundantes nieves, todavía se podían ver restos del invierno allá a lo lejos, a pesar de que hacía varias semanas que el calor sobrepasaba los treinta grados. Mientras se preparaba para saltar, sonó el teléfono de manera insistente, ocho o nueve veces, pero decidió que no lo cogería, no fuera a ser que algo se interpusiera entre él y su decisión. De todas formas, pensó, seguro que es alguien que se ha equivocado de número. O peor aún, alguien que quiere que me cambie de compañía telefónica, o que domicilie la nómina en su banco, o que me haga un seguro de vida. Así que siguió adelante con su plan. En medio del salón, de espaldas al cuadro del pintor sudafricano, primero se descalzó. Después se quitó los calcetines. Siempre le había parecido de muy mal gusto dejarse los calcetines cuando el resto del cuerpo está desnudo. Por supuesto, se quitó los pantalones y los calzoncillos. La camisa no, por la sencilla razón de que no la llevaba puesta. Por el calor. Cuando estuvo completamente desnudo, haciendo gala de una gran agilidad y destreza, se subió a la pared de la terraza y respiró hondo. Cerró los ojos. Luego se dejó caer sin pensar en nada, con la mente en blanco. El cuerpo se estrelló contra el asfalto caliente y se rompió como lo haría una botella de cristal, en mil pedazos pequeños. A unos metros había un hombre sentado en un banco, a la sombra de un álamo centenario que, sin saber muy bien cómo ni porqué, había resistido al terrorismo medioambiental del que venía haciendo gala el ayuntamiento de la ciudad en los últimos años. El hombre que estaba sentado en el banco a la sombra del álamo centenario, al escuchar el golpe seco del cuerpo en el suelo, levantó la vista del Marca y, durante unos segundos, no supo muy bien qué había ocurrido. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, se levantó del banco y se alejó andando deprisa, porque era una persona de orden, que durante toda su vida, en la medida de lo posible, había evitado los problemas, y ahora, a su edad, no iba a ser tan insensato como para comerse aquel marrón. Mientras se alejaba del cadáver despanzurrado en el suelo, pensó que suicidarse en verano era una obscenidad, y que nadie debería, bajo ningún concepto, suicidarse en verano.

2 comentarios:

  1. Totalmente de acueredo en lo de los calcetines.

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  2. No hay nada tan suicida como luchar contra un termómetro.

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