miércoles, 3 de octubre de 2012

Amsterdam



En Amsterdam, Adela y yo vimos cómo la policía se llevaba detenido a un chico —dieciséis o diecisiete años—, negro como una noche sin estrellas. Fue en la plaza Dam, en la entrada de una sucursal del Rabo Bank. Era una tarde primaveral de finales de mayo. Sobre la ciudad, se extendía un gran cielo azul, manchado, aquí y allá, por pequeñas nubes blancas. En aquel monumental espacio del siglo XIII, había siete u ocho coches de la policía y un montón de maderos armados hasta los dientes, como si aquel adolescente al que acababan de detener no fuese un pobre yonki, enmonado hasta las orejas, sino el enemigo público número uno de Holanda. El sonido ululante y las luces naranjas de las sirenas llenaban por completo todo el espacio de la inmensa plaza. La gente, turistas en su mayoría, miraba la escena con curiosidad, cuchicheando entre ellos, como si aquello fuese el plató de una película o de una serie de televisión y de un momento a otro, alguien fuese a gritar, ¡corten! Pero no era un rodaje y ningún director encaramado a su silla, ordenó que la escena se detuviera. Lo que teníamos antes nuestros ojos era real como la vida misma. Sin trampa ni cartón.
Aquella noche, lo recuerdo muy bien, hubo una gran tormenta sobre la ciudad de Amsterdam. Durante varias horas, los truenos y los relámpagos camparon a sus anchas por el cielo holandés. Y la lluvia cayó con tal intensidad que parecía que el mundo hubiese llegado a su fin. 

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