Clavó sus
grandes ojos azules en los míos y sonrío. Juro por lo más sagrado que su
sonrisa era lo más hermoso que había ocurrido en mi vida en mucho tiempo.
Durante unos instantes que a mí me parecieron miles de siglos, permaneció en
silencio, quieta, mirándome con aquella mirada transparente que había desatado
un huracán dentro de mi estómago la primera vez que nos vimos. El viento movió
su pelo negro y lo llevó hasta su cara, cubriéndola parcialmente. Con su mano
derecha lo apartó, en un gesto rebosante de sensualidad, pero el viento, tozudo
como una mula, una vez más, lo volvió a llevar al mismo sitio. Yo me quedé ante
ella, mudo, hipnotizado, narcotizado a partes iguales por el color azul de sus
ojos y por su sonrisa.
Quise abrazarla
y decirle algo. Cualquier cosa hubiese servido con tal de escuchar el milagro
de su voz. Y sin embargo, allí estaba yo, plantado ante ella como un árbol,
incapaz de mover ni uno solo de los músculos de mi cuerpo para estrecharla
entre mis brazos. Yo no era más que un espantapájaros inútil y medio roto.
Un
segundo después se dio la vuelta y se alejó, caminando lentamente. Y entonces
sí, supe que ya no había remedio. La había perdido para siempre.
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