Durante
las cuatro décadas que el Borbón ha sido jefe del estado por obra y gracia del
general Franco (o como diría mi amigo Juanito, el Ronchas, porque al Dictador le salió de los cojones) al rey lo
hemos visto en miles de lugares distintos, visitando países lejanos y dándose
garbeos por la península. Lo hemos visto riendo con sus amiguetes los jeques
árabes (seguro que cuando está con ellos en privado se cuentan chistes de tías
y de homosexuales, del tipo “¿Cuántas piedras hacen falta para lapidar a una mujer
adúltera?” y otros
por el estilo). También hemos tenido ocasión de verlo haciéndole la rosca a
diferentes presidentes yanquis y a sus señoras esposas; lo hemos visto en inauguraciones
de todo tipo: desde guggeheims a expos,
pasando por macro obras, al estilo de los viejos faraones egipcios; lo hemos
visto en mundiales de fútbol y en olimpiadas; lo hemos visto en Palma de
Mallorca (ah, qué tiempos aquellos en los que las Islas Baleares eran el
paraíso soñado por la familia real) navegando en su célebre yate Bribón (¡el menda
que eligiera el nombre fue todo un visionario!); lo hemos visto saliendo de
hospitales (siempre privados, aunque alguna vez trataron de hacerlos pasar por públicos);
lo hemos visto pidiendo perdón con la boca chica, tras matar al pobre elefante
de Botsuana; lo hemos visto en actos castrenses, y por verlo, lo hemos visto
hasta haciendo de superhéroe salvador de la patria, en la ya lejana noche del
23F.
No
obstante, como señalaba el otro día Sabino
Cuadras en el Congreso de los Diputados en su turno de palabra durante la
votación de la Ley de Abdicación, al rey siempre lo hemos visto, fuera cual
fuera la situación, rodeado de ricos, porque el rey de España, no tiene nada
que ver con las clases populares. Es más, al rey las clases populares, como
dice mi amigo el ínclito Ronchas,
se la refanfinflan.
He estado
dándole vueltas al asunto, pensando lugares donde nunca hemos visto y nunca
veremos al rey, ni al que se va, ni al que viene, o lo que es lo mismo, ni al
que nos impuso el fascismo, ni al que nos impone ahora el neoliberalismo.
Al rey no
lo veremos nunca, por ejemplo, en un barrio chabolista, rodeado de niños
sucios, sin zapatos, que conviven con ratas y con basura. En estos lugares, normalmente
no hay nada que inaugurar. Tampoco lo veremos intentando parar un desahucio,
ayudando a una familia en paro, que no puede pagar la hipoteca, lanzando
consignas del tipo, “Botín,
mamón, no seas tan ladrón”. Al rey
nunca lo veremos, así vivamos mil años, en una oficina de empleo, en una cárcel
o en un Centro de Internamiento de Extranjeros. Tampoco lo veremos jamás
ocupando una finca cordobesa de la Duquesa de Alba, compartiendo el pan y el
vino con los jornaleros que llevan a cabo la ocupación. Jamás lo veremos durmiendo en la calle, comiendo en un comedor
social, vendiendo pañuelos de papel en un semáforo, pidiendo comida en el banco
de Alimentos, rebuscando comida caducada en un contenedor de basura en la
puerta del Mercadona o el Carrefour, manifestándose contra la crisis, contra
los recortes, contra las bases americanas en suelo patrio (él, que tanto ama a
España) o viajando en una patera, en busca de una vida mejor.
En fin, mucho
me temo que no, que la vida no nos dará jamás la satisfacción de ver al rey en
ninguna de estas situaciones. Pero no me negaréis que estaría muy bien ¿O no?
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