Hace unos días me ocurrió
algo que me ha dejado absolutamente descolocado. De hecho, desde el momento en
que tuvo lugar lo que me dispongo a narrar, mis nervios, habitualmente
templados, están a flor de piel y mi sueño, de natural sosegado y reparador, se
ha vuelto caótico y descorazonador. Y es que el miedo se ha apoderado por
completo de mi vida y, por ende, de la de mi mujer.
El acontecimiento que me
está quitando el sueño y está destrozando mis nervios ocurrió como sigue.
Volvía yo el lunes pasado
del trabajo, caminando. Esto no es algo que yo haga con frecuencia, pues
siempre suelo usar el coche para este menester. Pero ese día, mi coche, debido
a las bajísimas temperaturas con las que habíamos amanecido, no logró ponerse
en marcha. Así que me tocó irme a trabajar andando. A la vuelta, decidí tomar
un atajo atravesando un parque que está situado a medio camino entre mi trabajo
y mi casa. A la hora en que yo regreso del trabajo, el parque está prácticamente
vacío. Aquel día no era una excepción. No se veía ni un alma en la amplísima
extensión de terreno que forma el parque. Cuando llevaba atravesadas tres
cuartas partes del parque, en mitad del sendero por el que iba caminando hacia
mi casa, vi lo que en un primer instante me pareció un maletín. Conforme me
acercaba a donde estaba el bulto oscuro, me fui reafirmando en mi primera
impresión, efectivamente ante mí tenía un maletín de piel, de color marrón
oscuro. A simple vista, parecía un maletín caro. Esa fue la primera impresión
que me dio. Aunque debo admitir que yo, de maletines, sé más bien poco, por no
decir, absolutamente nada.
Al principio pensé que
mejor no lo tocaba, por lo que pudiera pasar. No quería complicaciones. A este
motivo había que añadir otro de peso: se me estaba haciendo tarde. Así que
seguí mi camino hacia mi casa. Pero la curiosidad pudo más que el sentido común.
De repente, cuando ya me había alejado diez o doce metros, como movido por un
resorte interior, me di la vuelta y desanduve mis pasos. Cuando llegué hasta
donde se encontraba el maletín, lo toqué ligera, suavemente, con la punta de mi
pie derecho. Confieso que estaba asustado. Pensé que lo mismo dentro de aquel
elegante maletín de piel marrón, había un artefacto, dejado allí por algún
grupo terrorista nacionalista o religioso, y que al abrirlo, explosionaría,
arrancando de cuajo mis manos, mis brazos y hasta mi cabeza. No sé. Cosas más raras se ven cada día. Lo
volví a tocar con la punta de mi bota derecha. Aquello no parecía que fuese
asaltar por los aires, la verdad. Me decidí a abrirlo. Me agaché y lo cogí
entre mis manos con sumo cuidado. A estas alturas, temblaba ligeramente, aunque
trataba de infligirme un valor del que carecía por completo. En la parte superior
había una cremallera dorada. No había ningún tipo de candado ni de llave que
impidiera abrir con facilidad el maletín.
Lo abrí.
Su contenido me dejó sin
aliento.
Aquel maletín de color
marrón oscuro, hecho de piel y de aspecto caro, contenía en su interior un
montón de bolsitas de plástico transparente. Y estas bolsitas de plástico
transparente estaban llenas a rebosar de figuras literarias. Las había de dicción
y de pensamiento. Había bolsitas repletas de hipérboles, de anacolutos, de personificaciones,
de símiles, de sinalefas, de hipérboles, de aliteraciones, de retruécanos, de metonimias,
de sinécdoques, de tropos, de lítotes, de anáforas, de epítetos, de onomatopeyas,
de pleonasmos, de quiasmos, de calambures, y sobre todo, allí había varias
bolsitas blancas cargadas de metáforas.
No hacía falta ser ningún
experto en la materia para darse cuenta de que el valor del contenido de aquel
maletín en el mercado negro alcanzaría una cifra con seis o más ceros a la
derecha.
Volvía a cerrar el maletín,
mientras que una sensación de euforia recorría mi sistema nervioso a toda
velocidad. Lo cogí con fuerza y lo apreté contra mi pecho. Eché a correr como
si el mismísimo diablo viniese corriendo tras de mí. Llegué a casa y mi esposa
aún no había llegado. Escondí el maletín en el lugar más recóndito que pude
encontrar en mi casa. Cuando llegó mi mujer, resultaba más que evidente que había
ocurrido algo fuera de lo normal. Me preguntó qué me había pasado, por qué
estaba tan nervioso, y aunque mi
intención era dejarla fuera de todo aquello, no me sentí con fuerzas para
ocultárselo. Le conté todo lo que me había pasado desde que iba caminado por el
sendero que atraviesa el parque, todo, absolutamente todo, con pelos y señales,
sin ocultar ni un solo detalle. Y aunque los dos sabíamos cuál era la manera
correcta de actuar, decidimos no acudir a la policía. Esperaríamos a ver qué
derrotero tomaban los acontecimientos.
De todo esto que he
contado, han pasado ya cinco días. Ambos estamos asustados. Y no sabemos muy
bien qué hacer. Somos conscientes del peligro que conlleva intentar jugársela a
la mafia que tiene el control del narcotráfico literario. No seríamos los
primeros que pagan con sus propias vidas el atrevimiento de interponerse en el
camino de los narcotraficantes de la poesía. Y también sabemos que, tarde o
temprano, algún sicario contratado ad hoc
acabará dando con nuestro rastro. Y aún así, seguimos guardando en algún
rincón oculto de nuestra casa el maletín lleno a rebosar de figuras retóricas.
Y es que es muy difícil escapar del influjo de la belleza en estado
químicamente puro.