Lo que ha
pasado hace unos días en Madrid a propósito de la retirada de los monolitos, estatuas
y placas conmemorativas de la victoria franquista en la guerra civil no tiene por
dónde cogerlo. Yo, simplemente, estoy alucinando. No sé muy bien ni qué pensar
al respecto. Uno ve la ofensiva de la prensa del Movimiento, empezando por los
telediarios de TVE, y siguiendo con El
Mundo, El País, La Razón y otros medios afines, y es que
es de juzgado de guardia. Como diría el escritor Michel Houellebecq, pura
mierda.
Uno
suponía, porque lo ha escuchado tantas veces que al final casi había llegado a
creérselo, que vivía en un estado democrático. Y uno suponía que cuando se vive
en un estado democrático no se conmemoran los hechos, los personajes, los acontecimientos
relacionados con una dictadura fascista. Pero se ve que uno es un iluso. Porque
la realidad va por otros derroteros absolutamente diferentes.
Han
pasado más de cuarenta años de la muerte de Franco y en muchas ciudades y
pueblos de este país es como si se hubiera muerto anteayer. No entiendo cómo puede
haber gente —la mayor parte de los simpatizantes del PP, pero también en otros
partidos— que estén de acuerdo con que exista ese tipo de monumentos. Porque
esa es otra. Ellos dirán lo que quieran, pero eso no son monumentos. No puede
ser un monumento algo que está creado para conmemorar el dolor, la muerte, la
privación de libertad, los fusilamientos, el exterminio del que piensa
distinto. Un monumento no puede servir para recordar la figura de un psicópata,
de un asesino en serie, de un exterminador. Un monumento debe ser, como dice
una de las acepciones del DRAE, “memorable por su
mérito excepcional”. Y qué queréis que os diga, no sé
para vosotros, pero para mí, la estatua de un general golpista y asesino, por poner
un ejemplo, carece por completo de mérito excepcional.
Nadie en
su sano juicio se atrevería a ponerle a una calle de Berlín el nombre de Adolf
Hitler, de Joseph Goebbels, de Hermann Göring, de Rudolf Hess, o de cualquier otra figura destacada del
nazismo. Y sin embargo, en la capital de España, aún existe una calle que se
llama Caídos de la División Azul, que como todos sabemos, fue un cuerpo
de voluntarios creado por el cuñado filonazi de Franco, Serano Suñer, para luchar
en la Segunda guerra Mundial, formado por falangistas españoles y algún que
otro pobre desgraciado que se tuvo que alistar voluntario para poder salvar a
su padre o a algún otro ser querido, como fue el caso del director de cine Luis
García Berlanga, a quien no le quedo más remedio que alistarse voluntario para
que no fusilaran a su padre. A mí, bajo ningún concepto, me gustaría vivir en
una calle con ese nombre. Y ese es sólo un ejemplo, porque hay miles a lo largo
y ancho de este país.
Así que
ya va siendo hora de que se cumpla la ley y se acabe, de una vez por todas, con
la impunidad fascista. Y que les quede muy claro: esas estatuas, esos
monolitos, no tienen nada que ver con el arte.
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